Por. Nicolás Esteban Malagón
En esta ocasión queremos compartir uno de los innumerables casos de víctimas por minas antipersonales en el departamento de Arauca, el segundo más afectado por estos artefactos en el país, y que atentan contra civiles y militares por igual.
Arauquita, Arauca 15 de Marzo de 2016
Al Soldado Profesional Jhon Edinson Charry, orgánico del Batallón Energético y Vial N° 1 del Ejército Nacional, nunca le pasó por su cabeza que esa llamada que acababa de entrar al teléfono de emergencias de la oficina de rescate, quebrantando el silencio sofocante de aquella tarde soleada en la base de Caño Limón, iba a cambiar su vida de manera rotunda para siempre.
Era un sujeto anónimo que llamaba para anunciar que un corredor de línea de la empresa Occidental Petroleum había caído en un campo minado en la vereda Mata Oscura, en el municipio de Arauquita. Estaban a punto de dar las tres de la tarde.
De inmediato Charry, capacitado como socorrista de combate, junto a otro compañero enfermero y un par de soldados más, acudieron en su rescate. Una hora después llegaron al lugar de los hechos: una espesa mata e’ monte en medio de la vasta llanura, dentro de la cual yacía la víctima con la pierna izquierda amputada.
No era la primera vez que Charry se encontraba ante una misión humanitaria semejante. El desagradable olor de un sabaleto cercano le trajo a la memoria aquella vez en que un compañero del batallón contraguerrillas del que hizo parte, cayó en la trampa de uno de estos asesinos sepultos y, acosado por las órdenes desesperadas de su superior y por las balas que zumbaban como avispas sobre su cabeza, había tenido que reanimar, vendar y evacuar a su desafortunado compañero, todo en medio de un claro rodeado por estos árboles que la gente del lugar conoce con el nombre de mula muerta.
Sabía que tenía que actuar con presteza. El lugar en el que se encontraban no era precisamente una zona amiga, y el simple hecho que quien llamó apenas una hora antes a anunciar la noticia no se hubiese querido identificar le impulsaba a temer lo peor. Cada vez crecía más en su interior la sensación de hallarse dentro de la boca del lobo.
Procedió, junto al enfermero Padilla, a estabilizar a la persona herida. El tiempo transcurría en su contra, implacable. Charry hacía todo lo que estaba a su alcance y aplicaba todos los conocimientos que había aprendido para salir de ese infierno verde al que de vez en cuando, en situaciones como esta, tenía que regresar. Su frente sudaba, la de su compañero también, pero sus manos ya no temblaban como esa primera vez: en esta ocasión trabajaba sin la ansiedad de estar en medio de un combate, con la seguridad de sentirse protegido por Delgado y Mendoza, quienes se encontraban asegurando el perímetro.
Entonces tomaron la decisión. La oscuridad como un relámpago en un cielo de verano se cierne súbita sobre la sabana: había sido una de las primeras lecciones aprendidas por Charry apenas al pisar el llano. Y la oscuridad no es precisamente la mejor aliada en estas situaciones. Así que montaron al herido en una tabla rígida y procedieron a evacuarlo. A pesar de la gravedad de las heridas, el trabajador soportaba estoico mientras los soldados lo amarraban a la tabla, pidiendo de vez en cuando algo de agua para la terrible sed que sufría.
Fue cuando estaban saliendo del eje asegurado que ocurrió lo impensable. Caminaban lentamente para no lastimar al herido, cada soldado sosteniendo una de las cuatro puntas de la tabla sobre la que reposaba el civil. Sin prestar atención al suelo que pisaban, o que dejaban de pisar, por el simple hecho que no había tiempo para tanta cautela.
De pronto, desde las entrañas de la tierra, la mina explotó. Padilla, el enfermero que dirigía la lenta marcha de los soldados, había dado la pisada fatal.
Charry cayó sobre unas hojas secas. Un pitido aturdidor en los oídos, el bullicio de las perturbadas chenchenas, un olor a carne chamuscada mezclado con la hediondez del palo mula muerta: Charry no podía creer lo que estaba sucediendo. Luego, los gritos desesperados de Padilla irrumpiendo eventualmente el silencio que envolvió la selva momentos después del estallido.
¡Ayúdenme muchachos! Charry se levantó con dificultad, cubierto de tierra y astillas. ¡Auxilio! Sus compañeros seguían tendidos en el suelo; el civil, otra vez sobre la tabla, la mirada perdida en el vacío ¡Sáquenme de aquí! Estaba a punto de oscurecer. A excepción de un leve ardor en los muslos, entre los demás, Charry parecía haber tenido mejor suerte. No había otra opción sino sacarlos o sacarlos. ¡Ayuda!
Sabía que la prioridad era el civil. Se acercó a él, le pidió mantener la calma y hacer el último esfuerzo para sacarlo de aquél campo minado. Él le colabora y se para tantico para poder echárselo al hombro. No recuerda con exactitud cómo se desenvolvieron los acontecimientos desde entonces. Tan solo momentos fragmentados, unidos entre sí por los desgarradores alaridos de Padilla y el olor del sabaleto; los últimos metros de selva trotando con el obrero a cuestas, el ensordecedor rotor del helicóptero que aterrizaba, la luna instaurando el imperio de la noche sobre el inmenso cielo araucano.
Hoy Charry recuerda todo con viveza, relatando de cabo a rabo su experiencia, sin apenas tocar el café que reposa desde el inicio de la conversación sobre la mesa. Después de todo, tan sólo ha pasado un año desde aquél episodio que le dejó heridas en sus muslos y una afectación en la columna que le impide su correcta movilidad. Cuando le pregunto por su futuro, me dice que no le falta mucho para graduarse del auxiliar de enfermería que tuvo que suspender un tiempo a causa del suceso. Y entonces me cuenta una anécdota que le sucedió una vez que don Víctor, el hombre al que había rescatado, lo invitó a su casa a almorzar.
Apenas llegó, el hijo del señor, un pequeño de apenas cinco años, salió efusivo a saludarlo. Cuando uno de los vecinos presentes preguntó al niño la razón de su entusiasmo, que si acaso conocía al hombre que acababa de llegar, el mismo niño respondió: él es el soldado que le salvó la vida a mi papá. Entonces Charry comprendió para qué había nacido.
De sus compañeros, Padilla fue quien resultó más afectado, perdiendo ambos pies. Varios de ellos sigue en sanidad, recuperándose de sus heridas, resurgiendo paso a paso, con el valor de los héroes que nunca renuncian.